Punto Final: Cristina Peri Rossi

Hace unas cuantas noches me/nos tocó hacer de convidados a la cena de un grupo de amigos de unos amigos nuestros. No conocíamos a ninguno de los otros comensales exceptuando a nuestra pareja amiga, ya entrada en años como la mayoría de sus amigos. La charla era distendida y en poco tiempo nos sentimos integrados en el grupo. Sin embargo y sin distraerme de los temas que se debatían, fijé mi atención especialmente en la pareja que tenía casi enfrente pero un sitio a la derecha. Se les notaba algo raro. Sobre todo en el trato que se dispensaban mutuamente, lejano o displicente. Clima que fue creciendo entre ellos a lo largo de la noche. Los demás parecían no darse cuenta, pero hasta sentí un poco de vergüenza ajena ante algunas de sus apreciaciones o referencias del uno hacia el otro. Era evidente que habían dejado de estar enamorados, o de sentirse pareja desde hacía tiempo. Imaginé que o él o ella (o ambos) tendrían sus historias fuera de la pareja. Incluso pensé que ambos lo sabrían, y que lo disimulaban con ese estilo de hipocresía que caracteriza a cierta gente a quienes lo más importante son las apariencias, de estabilidad, de pareja, de familia, porque lo otro no es de gente educada, de personas con cierto nivel. Me dieron un poco de lástima, pero recordé que no eran la única pareja que conocía en esas condiciones, y no necesariamente de esas edades, y además recordé un cuento de Cristina Peri Rossi, una buena autora con grandes dosis de ironía en sus novelas, poesía y relatos, y concluí la noche pensando que los amigos de nuestros amigos habían perdido "El punto final" y lo buscaban desesperadamente.

Cuando nos conocimos, ella me dijo: "Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes". Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espació eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.

Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? -me pregunta ella, indignada-. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido» Busco en los armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿ El gato se lo habrá comido?
Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca, estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación, donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para vengarme de ella. "No debí confiar en ti -se reprocha. Debí imaginar que me traicionarías."
Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.
Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.
Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.

Cristina Peri Rossi, 1983


1 comentario:

remei dijo...

Impresionante cuento.
Sólo he mirado esto y el apartado de contrapublicidad, pero volveré a pasar por aquí y leeré más cosas.
Un saludo.