Punto Final: Cristina Peri Rossi

Hace unas cuantas noches me/nos tocó hacer de convidados a la cena de un grupo de amigos de unos amigos nuestros. No conocíamos a ninguno de los otros comensales exceptuando a nuestra pareja amiga, ya entrada en años como la mayoría de sus amigos. La charla era distendida y en poco tiempo nos sentimos integrados en el grupo. Sin embargo y sin distraerme de los temas que se debatían, fijé mi atención especialmente en la pareja que tenía casi enfrente pero un sitio a la derecha. Se les notaba algo raro. Sobre todo en el trato que se dispensaban mutuamente, lejano o displicente. Clima que fue creciendo entre ellos a lo largo de la noche. Los demás parecían no darse cuenta, pero hasta sentí un poco de vergüenza ajena ante algunas de sus apreciaciones o referencias del uno hacia el otro. Era evidente que habían dejado de estar enamorados, o de sentirse pareja desde hacía tiempo. Imaginé que o él o ella (o ambos) tendrían sus historias fuera de la pareja. Incluso pensé que ambos lo sabrían, y que lo disimulaban con ese estilo de hipocresía que caracteriza a cierta gente a quienes lo más importante son las apariencias, de estabilidad, de pareja, de familia, porque lo otro no es de gente educada, de personas con cierto nivel. Me dieron un poco de lástima, pero recordé que no eran la única pareja que conocía en esas condiciones, y no necesariamente de esas edades, y además recordé un cuento de Cristina Peri Rossi, una buena autora con grandes dosis de ironía en sus novelas, poesía y relatos, y concluí la noche pensando que los amigos de nuestros amigos habían perdido "El punto final" y lo buscaban desesperadamente.

Cuando nos conocimos, ella me dijo: "Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes". Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espació eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.

Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? -me pregunta ella, indignada-. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido» Busco en los armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿ El gato se lo habrá comido?
Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca, estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación, donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para vengarme de ella. "No debí confiar en ti -se reprocha. Debí imaginar que me traicionarías."
Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.
Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.
Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.

Cristina Peri Rossi, 1983


Nocturnas calles de locura: Charles Bukowsky

Volvemos a un autor polémico, no ya por la polémica que suscitó desde que comenzara a escribir allá por el cincuenta y pico y fuera reconocido como un grande de la literatura por los setenta y pico (algunos clásicos al uso todavía lo denostan aún estando muerto) sino porque el primer escrito que puse en estas páginas también a mi me provocó seis o siete respuestas contradictorias, (casi mitad y mitad) unos porque recién lo descubrían o hacía mucho que no leían algo de él. Otros, porque no ven en él calidad y contenido en su escritura y sólo se fijan en el continente, en la posible blasfemia. Sin darse cuenta de que en USA ese mundo también existe, y existe en Barcelona, y en Madrid y en Milán...

Por otra parte quisiera aclarar que la sintaxis que transmito es el fiel reflejo del autor. Yo no agrego ni quito nada. Sus puntuaciones intentan (según el autor) reflejar los "tempos" de su pensamiento y yo lo transcribo tal cual. Todos aquellos que lo hayan leído lo saben. Estén o no de acuerdo hay lo que hay y me parece nimia esa polémica ante la fuerza de su prosa.

¡Ahh, me olvidaba! Pero supongo que os habreis dado cuenta de que estoy hablando de Charles Bukowsky, También debería nombrar a otros críticos que seguro no querrán ni leerlo después de los comentarios "modosos" recibidos, pero ya habrá otros que os gusten y puedan "dejar leer" a sus allegados.



el chico y yo éramos los últimos de una juerga en mi casa y estábamos aún sentados cuando alguien, fuera, empezó a tocar la bocina de un coche, fuerte FUERTE FUERTE, oh canta fuerte, pero luego todo es como hachazos en la cabeza, de todos modos. el mundo no hay quién lo arregle, así que simplemente seguí allí sentado con mi copa, fumando un puro y sin pensar en nada; se habían ido los poetas, los poetas y sus damas se habían ido, y el ambiente resultaba bastante agradable, a pesar de aquella bocina. en comparación. los poetas se habían acusado mutuamente de diversas traiciones: de escribir mal, de fallos y cada uno de ellos proclamaba así merecer más aplausos, escribir mejor que Fulano y Mengano y Zutano. les dije a todos que lo que necesitaban era pasarse dos años en una mina de carbón o una central siderúrgica, pero siguieron discurseando, aquellos melindrosos, bárbaros, apestosos, y, la mayoría, podridos escritores. ya se habían ido. el puro era bueno. el chico seguía allí sentado. yo acaba de escribir un prólogo para su segundo libro de poemas. ¿o era el primero? no lo sé muy bien.
oye dijo el chaval-, hay que salir a decirle a ese tío que se calle, que se meta la bocina en el culo.
el chico no escribía mal, y sabía reírse de sí mismo, lo cual es, a veces, signo de grandeza, o al menos signo de que tienes cierta posibilidad de acabar siendo algo más que un cerote literario disecado. el mundo estaba lleno de cerotes literarios disecados que no paraban de contar que se habían encontrado a Pound en Espoleto o a Edmund Wilson en Boston, o a Dalí en ropa interior, o a Lowell en su jardín; allí sentados con sus pequeños albornoces, te lo contaban una y otra vez para que te enteraras, y AHORA tú estabas hablando con ELLOS, ay, te das cuenta. «. la última vez que vi a Burroughs...» «Jimmy Baidwin, Dios, qué borracho estaba, tuvimos que ayudarle a salir al escenario y apoyarle en el micro.. - »
-tenemos que salir ahí fuera y decirle que se meta esa bocina en el culo decía el chico, influido por el mito Bukowski (en realidad yo soy un cobarde), y el rollo Hemingway, y Humphrey B. y Eliot con sus calzones enrolladitos... en fin. di una chupada al puro. la bocina seguía. ALTO CANTA EL CUCO.
-la bocina no está mal. no salgas a la calle después de llevar cinco o seis u ocho o diez horas bebiendo. tienen jaulas preparadas para la gente como nosotros. no creo que pueda soportar otra jaula, otra de esas malditas jaulas. ya me construyo yo solo bastantes.
-voy a salir a decirles que se la metan en el culo dijo el chico.
el chico estaba influido por el superhombre, Hombre y Superhombre. él quería hombres inmensos, duros y criminales, uno noventa, ciento veinte kilos, que escribiesen poesía inmortal. pero por desgracia los fortachones eran todos subnormales y eran los mariquitas elegantes de pulidas uñas los que escribían los poemas de los tipos duros. el único que se ajustaba al modelo de héroe del muchacho era el gran John Thomas, y el gran John Thomas siempre actuaba como si el muchacho no estuviese allí. el chico era judío y el gran John Thomas tenía conexiones con Adolfo. me gustaban los dos y a mi no suele gustarme la gente.
escucha -dijo el chico, yo voy a salir a decirles que se metan la bocina por el culo.
ay Dios. el chico era grande pero un poco por la vertiente gorda, no se había debido perder muchas comidas, pero era flojo por dentro, bueno por dentro, asustado y preocupado y un poco loco, como todos nosotros, ninguno había triunfado, en realidad, y yo dije, «chaval, olvida la bocina. me parece que no la toca un hombre. parece una mujer. los hombres paran y lanzan bocinazos, lanzan amenazas musicales. las mujeres simplemente se apoyan en la bocina. el sonido total, una gran neurosis femenina.»
¡joder! dijo el chico. corrió hacia la puerta.
¿qué importa esto? pensé. ¿qué más da? la gente sigue haciendo cosas que no cuentan. cuando haces una cosa, todo debe estar ordenado matemáticamente. eso fue lo que aprendió Hemingway en las corridas de toros y lo aplicó en su obra. eso es lo que yo aprendo en las carreras de caballos y lo aplico a mi vida. los buenos de Hem y Buk.
-qué hay, Hem, soy Buk.
eh, Buk, que alegría oírte.
es que me gustaría acercarme a tomar una copa.
-oh, me encantaría. muchacho, pero sabes, bueno, en realidad me voy ahora mismo de la ciudad.
-pero, ¿por qué te vas, Ernie?
-tú has leído los libros. dicen que estaba loco, que imaginaba cosas. entrando y saliendo del manicomio. dicen que imaginaba que tenía el teléfono controlado, que imaginaba que tenía la silla pegada al culo, que me seguían y me vigilaban. sabes, yo no fui en realidad político, pero siempre jodí con la izquierda, la guerra española, todo ese rollo.
-sí, la mayoría de vosotros los literatos os inclináis a la izquierda. parece romántico, pero puede resultar una trampa infernal.
-lo sé. pero en fin, yo tenía aquella terrible resaca y sabía que había dado un patinazo, y cuando creyeron en EL VIEJO Y EL MAR supe que el mundo estaba podrido.
-lo sé. volviste a tu primer estilo, pero no era real.
-yo sé que no era real. y conseguí el PREMIO. y que me siguieran y me vigilaran. la vejez cayó sobre mi. bebiendo allí sentado como un vejestorio, contando historias rancias a quien quisiese escucharlas. ¿que iba a hacer sino pegarme un tiro?
-bueno, Ernie, ya te veré.
de acuerdo, sé que lo harás, Buk.
colgó. y cómo.
salí fuera a ver lo que hacía el chico.
era una vieja en un coche del 69. seguía tumbada en la bocina. ni piernas, ni pecho, ni cerebro. sólo un coche del 69 y rabia, rabia, inmensa y total. un coche bloqueaba la entrada de su casa. tenía casa propia. yo vivía en uno de los últimos patios cochambrosos de DeLongpre. algún día el propietario lo vendería por una gran suma y yo sería bulldozeado. terrible. daba fiestas que duraban hasta que salía el sol, escribía a máquina día y noche. en el patio de al lado vivía un loco. todo era agradable. una manzana al norte y diez al Oeste podía caminar por una acera que tenía huellas de ESTRELLAS. no sé lo que los nombres significan. no voy al cine. no tengo televisor. tiré por la ventana el aparato de radio cuando dejó de funcionar. borracho. yo, no el aparato. en una de mis ventanas hay un gran agujero. olvidé que tenía, cristales. tuve que sacar la radio de allí y abrir la ventana para tirarla. después, borracho y descalzo, mi pie (izquierdo) recogió todos los cristales, y el médico, mientras me lo abría sin ponerme siquiera anestesia, mientras buscaba los malditos cristales, me preguntó:
oiga, ¿anda usted siempre por ahí sin saber lo que hace? casi siempre, nene.
entonces me dio un gran corte que no era necesario.
me agarré a la mesa y dije:
-sí, Doctor.
entonces se puso más amable. ¿por qué han de estar los médicos por encima de mí? no lo entiendo. el viejo cuento del hechicero.
así pues, estaba en la calle, Charles Bukowski, amigo de Hemingway, Ernie, que nunca ha leído MUERTE EN LA TARDE. ¿dónde consigo un ejemplar?
el chico dijo a la chiflada del coche, que sólo exigía respeto y estúpidos derechos de propiedad:
-retiraremos el coche, lo sacaremos de ahí enmedio.
el chico hablaba también por mí. ahora que le había escrito su prólogo, le pertenecía.
-mira, muchacho, no hay sitio al que empujar el coche. y en realidad me importa un pito, yo voy a echar un trago. empezaba a llover. tengo la piel delicadísima, igual que los caimanes, y el alma a juego. me fui, mierda, ya estaba harto de guerras.
me fui y luego, cuando estaba a punto de llegar al agujero del patio de delante, oí gritos. me volví. y había lo siguiente: un chico delgado, de camiseta blanca que le gritaba descompuesto al poeta judío gordo cuyos poemas acababa de prologar. ¿qué tenía que ver con el asunto el de la camiseta blanca? el camisetablanca empujaba a mi poeta semiinmortal. con fuerza. la loca seguía tumbada en la bocina.
Bukowski, ¿deberías probar otra vez tu gancho de izquierda? te balanceas como la puerta de un granero viejo y sólo ganas una pelea de cada diez. ¿cuál fue la última pelea que ganaste? deberías usar bragas.
bueno, demonios, con un historial como el tuyo, una paliza más no será ninguna vergüenza. empecé a avanzar para ayudar a aquel chaval judío y poeta, pero vi que tenía acogotado al camisetablanca. y entonces, del lujoso edificio de veinte millones de dólares que había junto a mi agujero cochambroso, salió una joven corriendo. vi cómo se balanceaban las mejillas de su trasero a la falsa luz lunar de Hollywood. nena, podría enseñarte algo que nunca, jamás olvidarías:
casi nueve sólidos centímetros de palpitante polla, ay dios santo, pero ella no me dio oportunidad, corrió meneando el culo hasta su pequeño Fiaria del 68 o como se llame, y entró, lindo chochito muriéndose por mi alma poética, entró, puso en marcha el chisme, lo sacó de allí enmedio, casi me atropella, a mí, a Bukowski, BUKOWSKI, Mnnnn, y se mete en el aparcamiento subterráneo del edificio de veinte millones. ¿por qué no lo había aparcado allí desde el principio?
el chico de la camiseta blanca aún sigue dando vueltas por allí, descompuesto, mi poeta judío ha vuelto a mi lado, allí a la luz lunar de Hollywood, que era como apestosa agua de lavar platos derretida sobre todos nosotros, resulta tan difícil suicidarse, quizás cambie la suerte, hay un PENGUIN a punto de salir, Norse-Bukowski-Lamantia... ¿qué?
ahora, ahora, la mujer tiene sitio para entrar en su casa pero es incapaz de hacerlo. ni siquiera sabe situar adecuadamente el coche. sigue dando hacia atrás y embistiendo a un camión blanco de reparto que hay frente a ella. allá se van las luces de situación al primer golpe. retrocede. acelera. allá va media puerta trasera. marcha atrás. acelerador. allá se van la defensa y la mitad del lado izquierdo, no, del derecho, es el derecho. da igual. el camino queda despejado.
Bukowski-Norseiamantia. libros de bolsillo. menuda suerte tienen los otros dos tíos de que yo esté allí.
de nuevo mierdoso acero que choca con acero. y en medio ella tumbada, sobre la bocina, camisetablanca se bambolea a la luz de la luna, enloquecido.
-¿qué pasa? -pregunté al chico.
-no sé-admitió finalmente.
-serás un buen rabino algún día, pero debes comprender todo esto.
el chico estudia para rabino.
-no lo comprendo -dice.
-necesito un trago y si estuviese aquí John Thomas los mataría a todos, pero yo no soy John Thomas.
estaba a punto de irme, la mujer seguía destrozando el camión blanco de reparto y yo estaba a punto de irme ya cuando un viejo con gafas y un holgado abrigo marrón, un tío realmente viejo, más viejo que yo, y eso es ser viejo, salió y se enfrentó al chico de la camiseta. ¿enfrentó? ¿será ésa la palabra justa?
lo cierto es que, al parecer, el viejo de las gafas y el abrigo marrón sale con aquella gran lata de pintura verde, debía ser por lo menos de un galón o de cinco, y no sé lo que significa esto, he perdido por completo el hilo de la trama o el significado, si es que hubo alguno en principio, y el viejo, digo, tira la pintura al chico de la camiseta blanca que está dando vueltas en círculo por la Avenida DeLongpre. a la luz lunar mierda de pollo de Hollywood, y la pintura no le da de lleno, sólo le alcanza un poco, allí donde acostumbraba a estar el corazón, un golpe de verde sobre el blanco, y sucede deprisa, lo deprisa que suceden las cosas, casi más de lo que ojo o pulsación puedan sumar, y por eso uno recibe versiones tan distintas de cualquier hecho, motín, pelea a puñetazos, de cualquier cosa, ojo y alma no pueden parangonarse con la ACCION animal y frustrante, pero veo al viejo encogerse, caer, creo que el primero fue un empujón, pero sé que el segundo no lo fue. La mujer del coche dejó de embestir y de dar bocinazos y se quedó allí sentada chillando, chillando, un chillido total que significaba lo mismo que habla significado la bocina, ella estaba muerta y liquidada para siempre en un coche del 69 y no podía aceptarlo, estaba enganchada y destrozada, desechada, y algún pequeño sector del interior de su ser aún lo comprendía. (nadie pierde definitivamente su alma, sólo se llevan un noventa y nueve por ciento de ella.)
camisetablanca acertó de lleno al viejo con el segundo golpe. le partió las gafas. le dejó tambaleándose y flotando en su viejo abrigo marrón. al fin, el viejo logró recuperarse y el chico le atizó otro. cayó. le pegó otra vez al ver que intentaba incorporarse, aquel chico de la camiseta blanca estaba pasándolo muy bien.
-¡DIOS MIO! ¿VES LO QUE LE HACE AL VIEJO?
-me dijo el joven poeta.
-sí, sí, es muy curioso dije, deseando un trago, o por lo menos un cigarro.
volví hacia mi casa. cuando vi el coche patrulla aceleré el paso. el chico me siguió.
-¿por qué no volvemos a decirles lo que pasó?
-porque lo único que pasó fue que todos dejaron que la vida les arrastrara a la locura y la estupidez. en esta sociedad sólo hay dos cosas que cuentan: que no te agarren sin dinero y que no te agarren mamado de ningún tipo de cosa.
-pero no debió hacerle aquello al viejo.
-los viejos están para eso.
-pero, ¿y la justicia?
-pero qué es la justicia: el joven azotando al viejo, el vivo azotando al muerto. ¿es que no te das cuenta?
-pero tú dices esas cosas y eres viejo.
-ya lo sé. vamos dentro.
saqué más cerveza y nos sentamos. el rumor de la radio del coche patrulla atravesaba las paredes. dos chavales de veintidós años con revólveres y porras iban a tomar una decisión inmediata basándose en dos mil años de cristiandad estúpida, homosexual y sádica.
no es extraño que se sintiesen a gusto con el uniforme, la mayoría de los policías son empleaduchos de clase media baja a quienes se les da un poco de carne para echar en la sartén y una mujer de culo y piernas medio aceptables, y una casita tranquila en MIERDALANDIA... son capaces de matarte para demostrar que Los Ángeles tenía razón, le llevamos con nosotros, señor, lo siento, señor, pero tenemos que hacerlo, señor.
dos mil años de cristianismo.) y ¿cómo acabamos? radios de coches patrullas intentando mantener en pie mierda podrida, y ¿qué más? toneladas de guerra, pequeñas incursiones aéreas, asaltos en las calles, puñaladas, tantos locos que llegas a olvidarlos, simplemente corren por las calles, con uniformes de policías o sin ellos.
así que entramos y el chico siguió diciendo:
-bueno, ¿por qué no salimos ahí y le explicamos al policía lo que pasó?
-no, chaval, por favor. si estás borracho, eres culpable, pase lo que pase.
-pero si están ahí mismo. salgamos a decírselo.
-no hay nada que decir.
el chico me miró como si fuese un cobarde de mierda. lo era. él sólo había estado en la cárcel unas siete horas por una manifestación de universitarios.
chaval, creo que la noche terminó.
le di una manta para el sofá y se tumbó a dormir. yo cogí dos botellas de cerveza, las abrí, las coloqué a la cabecera de mi gran cama alquilada, eché un gran trago, me estiré, esperé mi muerte como debió hacer Cummings, Jeffers, el basurero, el repartidor de periódicos, el corredor de apuestas...
terminé las cervezas.
el chaval se despertó hacia las nueve y media. no puedo entender a los madrugadores. Micheline era otro madrugador. de esos que se lanzan por ahí a tocar timbres, a despertar a todo el mundo. estaban nerviosos, intentaban derribar las paredes. siempre pensé que los que se levantan antes del mediodía son
tontos de remate. lo mejor era lo de Norse: andar siempre con bata de seda y pijama por casa y dejar que el mundo siga su camino.
dejé al chico en la puerta y allá se fue al mundo. la pintura verde estaba seca en la calle. el azulejo de Maeterlinck estaba muerto, Hirsohman estaba sentado en una habitación oscura sangrando por la ventanilla derecha de la nariz.
y yo había escrito otro PROLOGO a otro libro de poesía de alguien. ¿cuántos más?
-hola Bukowski, tengo este libro de poemas. pensé que podrías leer los poemas y decir algo.
-¿decir algo? pero hombre, si a mi no me gusta la poesía.
-da igual. sólo di algo.
el chico se había ido. yo tenía que cagar. el water estaba atascado. el casero se había ido fuera tres días. saqué la mierda y la metí en una bolsa de papel marrón. luego salí y caminé con la bolsa de papel como el que va al trabajo con el almuerzo. luego, cuando llegué al solar vacío, tiré la bolsa. tres prólogos tres bolsas de mierda. nadie comprendería jamás lo que sufría Bukowsky.
volví hacia casa, soñando con mujeres en posición supina y fama perdurable. lo primero resultaba más agradable. y me estaba quedando sin bolsas marrones. quiero decir, sin bolsas de papel. las diez, el correo. una carta de Beiles, está en Grecia. decía que allí también llovía.
bueno, en fin, dentro y solo de nuevo, y la locura de la noche la locura del día. me eché en la cama, en posición supina mirando fijo hacia arriba y oyendo la lluvia mamona.

Charles Bukowsky

Anunciaciones: Juan Gelman

en las terrazas del deseo se posan
todos los pajaritos del ser/los han visto volar
por chozas y cachilas/ por las ventanas de mi casa/
por la amargura que ahoga/
por la tarde que no piensa dormir y ataca
a los críos/ angelitos que pasan
como si no sangraran las estatuas de ayer/
como si las orquestas no soplaran
unas cuantas nubes para que la niña de cuerpo bien asentado/
bien hecho/bien trajeado/invasor/
en las rodillas se me siente y pregunte por qué/
como si nadie preguntara por qué/
como si nadie se asomara a los nuncas de Dios/
como si nadie destrozara mi infancia/
los perros cosen costuritas del cariño insistido/
¿qué caballo trajiste, castellano?/
¿das alaridos por montes y por valles?/ ¿tenéis islas desiertas
como niños al sol?/ los vivos,
¿dónde se reunirán?/

El Eclipse: Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Artazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más intimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad Maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

El niño cinco mil millones: Mario Benedetti

En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día, eligieron al azar un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su primer llanto.
Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer, ya tenía hambre. Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron la tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño número 4.999.999.999.
El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía mas hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exhausta. Junto a ella, el abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en sí mismo ganas de pensar o de creer.
Una semana después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar superpoblado.

Memoria en venta: Laura Freixas

El día en que cumplió cuarenta años, la señorita Ernestina decidió deshacerse de todos sus recuerdos.
Era esta, desde luego, una decisión dolorosa, y tanto más incomprensible -a primera vista- cuanto que, hasta entonces, la señorita Ernestina había prodigado a sus recuerdos un cariño y atención sin igual: no sólo había ido acumulando, con los años, un número extraordinario de ellos, sino que los conservaba, además, en impecable estado; pero precisamente por eso, se le habían vuelto una carga demasiado pesada.
Sólo quien tiene una buena colección de recuerdos sabe el trabajo, el tiempo y los desvelos que su mantenimiento requiere. Para empezar, hay que vigilar constantemente su buen orden; pues uno evoca un recuerdo cualquiera y son, por lo menos, cuatro o cinco los que emergen, prendidos al primero por nexos insospechados; y si uno se descuida, dejándose llevar por los tentadores senderos del pasado, serán no cinco o seis, sino hasta veinte o treinta los que salgan de sus escondrijos por sorpresa, recuerdos olvidados uniéndose al cortejo. Es necesario devolverlos luego, con todo cuidado, a sus fechas respectivas, a fin de volver a encontrarlos fácilmente la próxima vez que uno quiera revivirlos. Eso por no hablar de los cuidados sin fin que su conservación exige: quitar cada día el polvo, hacer limpieza a fondo los sábados, y renovar regularmente las bolas de naftalina; de lo contrario, se corre el consabido riesgo -la señorita Ernestina, tan cuidadosa, se enfermaba sólo de pensarlo- de que al ir a buscar un recuerdo un poco antiguo, digamos de la primera infancia, lo encuentre uno mohoso, apolillado, todo descolorido o, lo que es peor, roído hasta la médula por los ratones del olvido.
Mencionemos por último la cuestión del espacio. La capacidad de la memoria es limitada, y la de la señorita Ernestina estaba rebosando. Además de los recuerdos propios -y no eran pocos-, tenía un sinfín de ajenos: recuerdos de familia que le legó su madre, por ejemplo, u otros que le prestaron y cuyo desmemoriado propietario había olvidado reclamarle. La cosa llegaba hasta tal punto, que en los últimos tiempos la señorita Ernestina los iba perdiendo por la calle.
-Perdone, señorita -la interpelaba al darle alcance un caballero galante y sudoroso-. ¿No será suyo este Primer Beso a la Luz de la Luna que acabo
de encontrarme por el suelo? Por poco lo piso, y la verdad, hubiera sido una lástima... -Se lo mostraba delicadamente en la palma de la mano, y la señorita Ernestina, reconociéndolo, daba las gracias confusa y se lo metía en el bolso.
Pero no eran, en definitiva, esos incidentes menores los que habían determinado la irrevocable decisión de la señorita Ernestina; ni tampoco trataba, con ella, de ahorrarse trabajo; no la movían, en fin, consideraciones de orden práctico, sino algo más profundo: le dolían sus recuerdos. Saboreándolos, como caramelos, los gastaba; y a la vez, se hacían más bellos: pues es bien sabido que están hechos de una materia indefinible, frágil y brillante como alas de mariposa, que el tiempo y el uso van tornando irisada y sutil, casi translúcida, vaga y dramática al igual que los sueños; y con los años, comienzan traicioneramente a rezumar nostalgia, hasta volverse amargos. Los placeres de la memoria se envenenan: cuando pretendía, con ternura, acariciar sus recuerdos preferidos, la señorita Ernestina se encontraba con un dolor punzante como el mordisco de un gato.
La señorita Ernestina tenía un amigo novelista; su primera idea fue cederle en bloque todos sus recuerdos, para que, aplicando las venerables recetas de la alquimia poética, los mezclase -invocando a las Musas- con claros de luna y amargos vocativos, sueños robados e ilusiones perdidas; y añadiendo luego un mechón de pelo blanco de Madame Arnoux, migajas de cierta famosa madalena y otras sagradas reliquias, los convirtiese en libros. Mas acabó por descartar tal solución, pues le repugnaba la idea de poner sus recuerdos, aun así transformados, en millares de manos anónimas y ajenas, y condenarlos a repetirse eternamente, sin final ni reposo, al capricho de lectores desatentos. Casi era preferible arrojarlos al mar, y dejar que una niña, un día, encontrase, acurrucados en una caracola, los recuerdos de otra niña ya en la tumba. (La señorita Ernestina imaginó también, por un momento, el susto que se llevaría una pescadera cuando al abrir un besugo en el año dos mil hallase en su interior el recuerdo grandioso, deslumbrante y sonoro de una noche en la Opera.)
Repartir sus recuerdos entre los pobres, como sin duda le habría aconsejado su pía bisabuela, le parecía tan ostentoso como donarlos a un archivo o a un museo; sin contar con que los pobres, ya se sabe, son en extremo susceptibles, y el regalo de recuerdos usados podría ofenderles. Así que finalmente, y a falta de mejor solución, la señorita Ernestina optó por poner a la venta sus recuerdos.
Redactó pues el siguiente anuncio, que hizo insertar en el periódico local:

"SE VENDEN DIEZ MIL RECUERDOS EN BUEN ESTADO. Al por mayor o al detalle. Precios razonables. Curiosos abstenerse."

Y se sentó junto al teléfono en espera de eventuales compradores. El primero en llamar fue un jeque árabe. Estaba muy interesado, según dijo, en adquirir recuerdos invernales, ya que sólo durante un reciente viaje a Suiza -a fin de concluir un importante negocio de trueque de camellos por relojes de cucú, precisó- había descubierto los encantos del invierno. La señorita Ernestina respondió que tendría algunos.
-¿Con nieve? -preguntó el jeque, esperanzado.
-Bueno -empezó la señorita Ernestina, que era muy servicial-, nieve, lo que se dice nieve..., en mi ciudad no nieva, pero si se conforma con granizo...
-¡Ni hablar! -exclamó el jeque, con voz de hombre importante-. He dicho nieve, ¡nada de imitaciones! ¡Y además quiero auroras boreales, esquimales, ventiscas, iglúes, icebergs y trineos tirados por pingüimos!
-Será por renos -corrigió educadamente la señorita Ernestina; pero en ese preciso instante, novecientos treinta y cinco relojes de cucú comenzaron simultáneamente a dar las once (hora de Kuwait). Una terrible maldición islámica fue lo último que oyó. El jeque había colgado.
Poco tiempo después telefoneó una dama muy afable, que comenzó preguntando si tendría recuerdos literarios. La señorita Ernestina, llena de buena voluntad, tomó carretilla y se lanzó a declamar:
-¡Con diez cañones por Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...! No, me parece que no era exactamente eso -añadió en voz más baja. La dama, con mucho tacto, aprovechó ese momento de vacilación para continuar:
-No, verá, señorita, lo que sucede es que estoy escribiendo la biografía novelada de una princesa rusa de principios de siglo y me hacen falta recuerdos, cómo le diría yo, pues eso, novelescos. Bueno, pues he visto su anuncio en el periódico y me he dicho, digo, Carmelina, a lo mejor este caballero, o esta señorita, te podrían ayudar. Yo no le podría pagar mucho, la verdad, y claro está que si por casualidad fuese usted una princesa rusa, no vendería sus recuerdos por cuatro pesetas. Pero mire, la cosa está en que yo me conformaría con recuerdos, digamos, de Hamburgo o de Estrasburgo, si no los tiene de San Petersburgo, porque, claro, usted en San Petersburgo no habrá estado nunca, pero mire, si a eso vamos, yo tampoco, pero el lector medio mucho menos, no sé si me entiende, y mientras suene exótico... En fin, que usted me vende los recuerdos que tenga de duelos, collares de esmeraldas, lobos esteparios, amores imposibles, suicidios con daga, adulterios..., me haría un buen precio, ¿verdad?, siendo de segunda mano..., bueno, a lo que iba: yo entonces cambio todos los nombres para que suenen a ruso, si es Martínez, Martinoff, si es García, Garciovsky, y así (licencia poética, le llamamos a eso en nuestra jerga); pongo aquí y allá un grupo de campesinos bailando la balalaica, una horda de bolcheviques feroces con la hoz y el martillo al cinto, y vamos, que me queda bordado. ¿Qué le parece? La señorita Ernestina dudó un rato.
-¿Amores imposibles dice usted que le sirven?
-preguntó por fin-. Porque de eso... -añadió en un murmullo-, de eso alguno tengo.
-Si es con duques o marquesas, desde luego -respondió la dama con firmeza.
-Ah, no -replicó la señorita Ernestina-. Sólo puedo ofrecerle, si usted no la ha leído, mi recuerdo de «El rojo y el negro».
-Rojos, por supuesto -respondió su interlocutora, con evidente suspicacia-, pero ¿me quiere usted decir qué pinta un negro en San Petersburgo en 1910?
-Dejémoslo -propuso la señorita Ernestina, algo desanimada.
Telefonearon o escribieron aún varias personas más: el inevitable representante del «Guinness Book of Records»; la directora de un orfelinato de provincias que deseaha adquirir varios lotes de recuerdos de infancia felices con vistas a obtener una subvención del Ministerio; un condenado a cadena perpetua que pedía recuerdos eróticos para entretener la vaciedad de sus noches -pero había que mandárselos disimulados en el relleno de un pastel de chocolate o en el doble fondo de una caja de galletas-; y un ciego de nacimiento, deseoso de comprar recuerdos de colores, especialmente el lila, del que le habían hablado tan bien. A éste, por lo menos, Ernestina pudo enviarle por correo el recuerdo de la
espléndida buganvilla que ornaba la fachada de casa de su bisabuela. Pero pasaban los días, y el grueso de su memoria seguía intacto y sin comprador.
«Qué lástima de recuerdos», meditaba una tarde la señorita Ernestina, tristemente. «Yo me había encariñado con ellos y bien veo que no valen nada... Si antes pretendía venderlos, ahora estaría dispuesta a regalarlos; y si ni regalados los quiere nadie, los quemaré, o los enterraré bien hondo, y yo con ellos.»
En ese preciso instante llamaron a la puerta. Era el trapero del barrio. Olía a vinagre y a conejo.
-¿E' aquí 'onde venden recuerdo'? -preguntó sin más preámbulo.
-Sí, aquí es -respondió ella algo desconcertada.
El trapero, que ya se había metido en la sala, les echó un vistazo y propuso rápidamente:
-Ze lo' compro a peso.
-No, no hace falta -respondió la señorita Ernestina, con fatiga-. Ya no los quiero para nada y me hará un favor si se los lleva. Sin perder el tiempo en comentarios, el ropavejero comenzó a recoger recuerdos a puñados, y algunos sueños e ilusiones que había también en el montón, y los fue metiendo hechos un revoltijo en el saco que llevaba.
-Pero, dígame -inquirió tímidamente la señorita Ernestina-, ¿qué hará con ellos?
-Pué verá -contestó el hombre, sin dejar la faena-, tengo un cliente amnézico que zeguramente me comprará tó' er lote, zi ze lo dejo baratito. -La señorita Ernestina guardaba silencio, admirada por tanto sentido práctico-. Y zi no -concluyó él-, pué' pá' quemá' en la e'tufa o pá' relleno de corchone'. Y tras recoger los últimos recuerdos desparramados por el suelo -entre los que la señorita Ernestina tuvo tiempo de reconocer el del entierro de su padre y el de un osito de peluche que tuvo de pequeña y al que quería con locura-, el atareado trapero se fue como había venido.
Los meses siguientes, la vida de la señorita Ernestina fue apacible, si no feliz. Dormía a pierna suelta y sin sueños; comía con apetito, y nunca se distraía de lo que estaba haciendo ni se equivocaba de parada de autobús, como antes le sucedía con frecuencia. Por los documentos que había conservado, sabía su nombre, domicilio, fecha de nacimiento y número de cartilla del seguro; nadie le pedía que supiera algo más. En sus ratos libres, miraba arrobada la televisión. Pagaba religiosamente sus impuestos, y creía a pies juntillas las noticias de los periódicos y los discursos de las autoridades. Era, en suma, la ciudadana modelo.
Pero un día sucedió algo extraño. Iba por la calle, atenta a los semáforos y dócil a las indicaciones de los guardias, cuando oyó a alguien gritar: « ¡Armando!», y tuvo un terrible sobresalto. Como una iluminación, una voz interior le dijo que Armando era el nombre de su primer amor; pero no le dijo más. En vano buscó ella, detenida y como fulminada en medio de la acera, la historia de aquel amor perdido en su vacía memoria; no halló sino vagos fragmentos: el eco de una ciudad -París, tal vez- y un ramo de gladiolos de color impreciso.
Desesperada, pues acababa de descubrir que la pérdida de un recuerdo querido duele más que todos los recuerdos juntos, la señorita Ernestina se precipitó a su casa y escribió un nuevo anuncio:

«EXTRAVIADO PRIMER AMOR. Muy cariñoso. Responde al nombre de Armando. Signos distintivos: París y gladiolos. Se gratificará espléndidamente a quien lo devuelva sano y salvo a su desconsolada propietaria.»

Esta vez, sin embargo, no tuvo la paciencia de aguardar junto al teléfono. Como también había olvidado la visita del ropavejero, no tenía idea de qué podía haberse hecho de aquel precioso recuerdo, y creyó haberlo perdido esa misma mañana. Volvió, pues, a la calle fatídica, y a gatas por el suelo, comenzó a recorrer los adoquines palmo a palmo.
Al verla rebuscar con tanto ahínco, varios transeúntes se le acercaron solícitos. Los hombres creían que había perdido el reloj o un billete de mil; las mujeres, que se le había roto el collar de perlas buenas; y los niños tiraban del brazo de sus madres para que les dejasen ayudar a la señora a encontrar la canica o la largartija que seguramente andaba buscando. A todos los apartaba con nerviosismo la señorita Ernestina:
-Hagan el favor de no pisar -les decía, irritada-. ¿No ven que estoy buscando un recuerdo, y que podrían aplastarlo?
Entonces, los niños preguntaban: «Mamá, ¿qué es un recuerdo?», y los adultos seguían su camino con ofendida dignidad, disgustados de haber perdido el tiempo.
Por fin, un viejecito que la había estado observando en silencio se le acercó para decirle:
-Debería usted alegrarse, señorita. Créame que la envidio. Usted podrá disfrutar del presente, construir un futuro; no como yo, que atrapado por innumerables recuerdos, vivo con la vista vuelta atrás e inmóvil.
La señorita Ernestina levantó la cabeza:
¡Cómo que debería alegrarme! -replicó, dolida-. ¡Es el recuerdo de mi primer amor lo que he perdido! ¿Se da cuenta?
El anciano movió la cabeza compasivamente.
-¿Ha probado en el Ayuntamiento? -sugirió, tras un breve silencio.
-¿En el Ayuntamiento? -repitió la señorita Ernestina.
-Sí -dijo el anciano-. En la Oficina de Recuerdos Perdidos podría ser que lo tuvieran.
La señorita Ernestina dio las gracias y corrió al Ayuntamiento. Allí la atendió una señora muy amable.
-Verá -comenzó la señorita Ernestina, sofocada aún por la carrera-, no tiene pérdida: es el recuerdo de un primer amor llamado Armando, con gladiolos rojos, o tal vez blancos o amarillos, y atardeceres en París; por lo que más quiera, dígame:¿lo han encontrado?
La funcionaria la contempló en silencio, con una mirada que a la señorita Ernestina, sin saber por qué, le pareció triste, y la invitó a seguirla. Atravesaron varios corredores tenebrosos en cuyas paredes se alineaban, sobre estanterías, recuerdos polvorientos clasificados por orden alfabético. En la sección de la A, y a medida que avanzaban, la señorita Ernestina pudo distinguir recuerdos de abnegación y de abanicos, de acrobacias, achaques y achuchones, de adulterios y alpiste, de Antípodas y arañas, de arenques y arzobispos... Atravesaron varias secciones más, hasta llegar a la P.
-Sección de Primeros Amores Sin Dueño -anunció su guía, con amplio y fatigado gesto-. Usted misma. Y, dando media vuelta, se marchó.
Hace de esto diez o doce años. La señorita Ernestina lleva examinados alrededor de siete mil recuerdos, lo que representa apenas una décima parte del total. A veces, en un arrebato de desesperanzada furia, lo tira todo por el suelo, y se pone a llamar a voces a su Armando, o a oler el aire, porque está segura de poder reconocer su olor entre millares; pero sólo huele a polvo, y sólo el silencio le contesta.

Recuerdos inventados: E. Vila Matas

1
Recuerdo que en mi viaje a las Azores entré en el Peter's bar de
Horta, un café frecuentado por los balleneros, cerca del club náutico:
algo intermedio entre una taberna, lugar de encuentro, agencia de
información y oficina postal. El Peter's ha terminado por ser el
destinatario de mensajes precarios y venturosos que de otra forma no
tendrían otra dirección. Del tablón de madera del Peter's penden
notas, telegramas, cartas a la espera de que alguien venga a
reciamarlas. En ese tablón encontré yo una misteriosa sucesión de
notas, de mensajes, de voces que parecían guardar una estrecha
relación entre ellas por proceder del mundo de los pequeños equívocos
sin importancia de Antonio Tabucchi: voces que parecían homenajearle
viajando en común, viajando en una caravana imaginaria de recuerdos
inventados: voces traídas por algo, imposible decir por qué. Pero a
las que no dudo en convocar aquí de nuevo.

2
Voy delante de esa expedición que todos hemos soñado alguna vez y,
entre mis recuerdos, está el haberle oído decir al escritor italiano
Antonio Tabucchi que en cierta medida la literatura es como el mensaje
de la botella (o como los mensajes de este tablón de taberna), pues
también depende de un receptor, ya que así como sabemos que alguien,
una persona indefinida, leerá nuestro mensaje de náufragos, también
sabemos que alguien leerá nuestro escrito literario, un alguien que
más que destinatario será cómplice, en la medida en que habrá de ser
él quien le confiera sentido a lo escrito. Eso es lo que permite que
cada mensaje tenga siempre añadidos, nuevos significados; que los
mensajes crezcan, cobren resonancia. Y eso es, precisamente, lo
extraño y fascinante de la literatura: el hecho de que no sea un
organismo estático sino algo que en cada lectura sufre mutaciones,
algo que constantemente se modifica.

3
Tengo que añadir algo al mensaje del conductor de esta caravana: lo
importante es que de todo quede siempre algo. Cuando yo me llamaba
Carlos Drummond de Andrade escribí este verso: «A veces un pitillo, a
veces un ratón.» Lo importante es que de todo quede siempre algo, pues
por minúscula que sea la llama que reste tal vez alguien pueda
recogerla para encontrar otra cosa.

4
Fuego. Deseo quemar este triste tablón. Será la venganza de quien
recuerda haberse pasado la vida buscando en vano, al igual que Borges
en un poema sobre el tigre, el otro tigre. Más allá de las palabras,
yo anduve siempre buscando el otro tigre, el que se halla en la selva
y no en el verso. Mi vida, a causa de esto, bien arruinada quedó.
Fuego.

5
Sólo recuerdo haber escuchado a muchos hombres jurar por la vida, pero
nadie sabe qué es la vida en realidad.

6
Recuerdo haber siempre pensado que la propia vida no existe por sí
misma, pues si no se narra, si no se cuenta, esa vida es apenas algo
que transcurre, pero nada más. Para comprender a la vida hay que
contarla, aun cuando sólo sea a uno mismo. Eso no significa que la
narración permita una comprensión cabal, puesto que de hecho quedan
siempre vacíos que la narración no cubre, pese a las suturas o
remedios que intenta aplicar. Por ese motivo es por el que la
narración restituye la vida sólo de forma fragmentaria.

8
Yo fui la sombra de Tabucchi. En otro tiempo me atrajo la idea de
convertirme en una mirada fuera de mí: estar fuera de mí y mirar. Como
hacía Pessoa. Convertirme, pues, en un fantasma, en una manera de ver,
en una mirada ajena. Como Tabucchi, que fue la sombra de Pessoa.
Ahora, cuando recuerdo aquellos días, me viene a la memoria aquello
que de sí mismo decía Pepe Bergamín: «Sólo soooy una sooombra.»

9
Como nada memorable me había sucedido en la vida, yo antes era un
hombre sin apenas biografía. Hasta que opté por inventarme una. Me
refugié en el universo de varios escritores y forjé, con recuerdos de
personas que veía relacionadas con sus libros o imaginaciones, una
memoria personal y una nueva identidad. Consideré como propios los
recuerdos de otros, y así es como hoy en día puedo presumir de haber
tenido vida. Después de todo, ¿no es lo que hace todo el mundo? Mi
vida no es más que una biografía como la de todos, construida a base
de recuerdos inventados.

10
No quiero fechas. Que no pongan inscripciones en la lápida, lo ruego,
sólo el nombre, pero no Ettore, sino el nombre con el que firmo esta
carta y que no es otro que Giosefine.

11
Como las ballenas del mundo de Porto Prim, me comunico desde
distancias ilimitadas, con mensajes desesperados como el de esta
Giosefine, como todos los mensajes que penden de este tablón...
Observo mucho a los hombres, les veo siempre muy ajetreados. A veces
cantan, pero sólo para ellos, y su canto no es un reclamo sino una
forma de lamento desgarrador. Cuando se cansan y cae la noche sobre
estas pequeñas islas, se alejan deslizándose en silencio, y es
evidente que están tristes.

12
Si recuerdo que soy Pessoa entonces sólo me quedan ganas de decir que
estoy dividido entre la lealtad que debo al estanco de enfrente, como
cosa real de lo exterior, y la sensación de que todo es sueño, como
cosa real de lo interior.

13
Recuerdo los días que pasé leyendo, noche tras noche y antes del
sueño, una historia de soledades en la que todo era desesperación y,
paradójicamente, juego. Creo que es algo parecido a lo que les sucede
a los mensajes de este tablón cuando cae la noche sobre ellos, sobre
nosotros, y nos sentimos todos muy extraños y entonces reímos, como si
jugáramos, perturbados.

14
«Soñaré la vida que más temen», recuerdo que dice esa joven que
pretende perturbar la tranquilidad de su ciudad en el cuento «A City
of Churches», de Donaid Barthelme.

15
Recuerdo que fue por pura casualidad, en la calle, siendo yo muy
joven, paseando por París, soñando vidas temidas y otros desasosiegos.
Compré un librito que se llamaba Bareau de tabac. Aquella misma noche
lo leí en el tren, regresando a Italia, volviendo a casa. Sentí una
impresión muy fuerte y un deseo inmediato de aprender portugués.

16
En otros días viajaba mucho en tren y no era todo tan plácido como
ahora que viajo en esta cálida caravana de sonrisas fugitivas y
exaltación de lo disperso. En esos días recuerdo haber andado por
tierras de fiebre y aventura. Recuerdo haber viajado a la India, que
es el lugar ideal para perderse. Partí en busca de un amigo
desaparecido, sombra de sombras del pasado más sellado. Bombay, Goa,
Madrás me vieron pasar en busca del lado nocturno y oculto de las
cosas. Pero para mí Oriente sigue siendo un lugar desconocido. Estuve
allí, pero no entendí nada. Bárbaro en Asia, extranjero en mi propia
tierra y, encima, sospechando que el universo es una prisión de la que
nunca, nunca se sale ni se saldrá jamás.

17
Yo me he escapado de un libro de Álvaro Mutis, pero sigo diciendo
alguna de las cosas que allí me preguntaba: ¿Quién convocó aquí a
estos personajes? ¿De dónde son y hacia dónde los orienta el anónimo
destino que los trae a desfilar frente a nosotros? ¿Se esfumarán algún
día sus recuerdos inventados en la piadosa nada que a todos habrá de
alojarnos?

18
Escapado voy del manicomio. De allí me escapé, sí. Y eso que lo pasaba
bien escribiendo novelas en sus muros. Acompaño ahora con mi
desgarrado vuelo esta expedición. Grito como una gaviota herida. Soy
una gaviota. Soy aquella gaviota que espiaba al espía Spino en la
línea misma del horizonte de un libro inolvidable. Dicen que estoy
loca. Y es porque digo que el libro es inolvidable y sin embargo de él
lo olvidé todo salvo el recuerdo de una frase, el recuerdo de una
pregunta: «¿Qué está inventando su imaginación que se presenta como
memoria?» Tan sólo recuerdo esta frase del libro de este escritor de
Pisa que da nombre a esta caravana que con paciencia sobrevuelo y
protejo. Y aunque grito y grito y soy la gaviota, no estoy loca.

19
Recuerdo que Valéry vino a verme una tarde a casa, después de comer, a
buscarme para dar un paseo. Mientras yo me preparaba, tomó una hoja de
mi papel y escribió:
Cuento
"Había una vez un escritor que escribía."
Valéry

20
Yo también me dedico a soñar la vida que más miedo les da. Yo también
sólo soy una sombra. Me llaman Xavier Janata Pinto. He acabado la
jornada; dejo Europa. El aire marino me quemará los pulmones, los
climas perdidos me broncearán. Nadar, segar la hierba, cazar y, sobre
todo, fumar; beber licores fuertes como metales en ebullición...
Volveré con miembros de hierro, piel oscura y ojo furioso; y, por la
máscara, se me creerá de una raza fuerte. Tendré oro: seré un ser
ocioso y brutal. Las mujeres cuidan a esos feroces lisiados de vuelta
de los países cálidos...

21
Recuerdo haber sido el barman que en Lisboa inventó el cocktail
Janelas Verdes Dream, pero yo diría que también fui ese personaje que,
a costa de inventarse un pasado como en un juego de ilusionismo en el
que se ejercitara el estilo, llega a la escritura. Se trataba, si no
recuerdo mal, de un personaje marginado, que intentaba decir que
existía, y lo que hacia era decirlo a través de la escritura,
reconstruyendo y hasta inventando una identidad que nunca tuvo, pero
que se hacía cierta una vez escrita: pues el personaje no pedía la
palabra, sino que la tomaba, y lo hacía escribiendo, inventando su
propia historia.

22
Tomo la palabra para decir que me acuerdo de Emil Zatopek, y que
también me acuerdo de Georges Perec, que escribió un libro que se
titulaba Je me souviens y en el que ninguno de los recuerdos era
inventado.

23
Soy la Muerte, que me acerco muy despacio. Soy la última pasajera de
esta caravana y el Ángel Negro que a todos nos aguarda al término del
viaje que aquí termina. Soy un fantasma bajo el cielo nocturno de un
litoral atlántico, frente a una vieja casa que se llamaba Sâo José da
Guja y que ya no existe. Recibo como fantasma muchas historias, pero
transmito pocas, lo confieso, pues la mayor parte del tiempo la paso
escuchando e intentando descifrar todas esas comunicaciones a menudo
algo oscuras e inconexas que se interfieren en el normal avance de la
lectura de los mensajes de este tablón de madera.

24
Trágico y raro, aquí el verdadero último pasajero soy yo. Hoy es 11 de
septiembre de 1891, y estamos frente al convento de la esperanza,
Ponta Delgada, isla de San Miguel, Azores. Voy a poner fin a mi vida,
y mis recuerdos los acogerá la piadosa nada que a todos habrá de
alojarnos. Entre los hijos de un siglo maldito, yo también tomé
asiento en la impía mesa, donde bajo la holgura gime la tristeza de un
ansia impotente de infinito. Voy a decir adiós a todos frente a este
mar, desde este banco y bajo el fresco muro del convento, donde hay un
anda azul sobre la última pared triste y encalada de mi vida.

25
Recuerdo que esto ya me sucedió en otra ocasión. Todos los invitados
empezaban a irse. Y los que quedábamos no hacíamos más que hablar en
voz cada vez más baja, sobre todo a medida que la luz se iba. Nadie
encendía las lámparas. Yo, que fui la sombra de Tabucchi, hoy ya sólo
soy la sombra de mí mismo, aunque narrando puedo ser ya la sombra de
cualquiera. Soy tu sombra. Y la sombra también, por ejemplo, de aquel
que dijo: «Esa sucesión de sombras y difuntos que soy yo.»

26
Yo me voy entre los últimos, tropezando con los muebles. Fui amigo de
Roberto ArIt. Le recuerdo a Roberto una mañana en la que sus
compañeros de trabajo le encontramos en la redacción del periódico con
los pies sin zapatos sobre la mesa, llorando, los calcetines rotos.
Tenía enfrente un vaso con una rosa mustia. Al preguntarle qué le
sucedía, contestó: «¿Pero no ven la flor? ¿No se dan cuenta de que se
está muriendo?»

27
Soy el 27. Soy un hombre de los años veinte: sigo esperando algo
emocionante, bebidas fuertes, conversación animada, alegría, escritura
brillante, intercambio de ideas sin inhibiciones, revolución. En otro
tiempo yo escribía libros de relatos y en cada uno de estos libros
había una, dos, tres ficciones que prefería a las otras, y pese a que
esas preferencias variaban cada día y a cada instante, llegó un día y
un momento en que caprichosamente las fijé en una antología personal
de invenciones recordadas que titulé "Recuerdos inventados."