Punto Final: Cristina Peri Rossi

Hace unas cuantas noches me/nos tocó hacer de convidados a la cena de un grupo de amigos de unos amigos nuestros. No conocíamos a ninguno de los otros comensales exceptuando a nuestra pareja amiga, ya entrada en años como la mayoría de sus amigos. La charla era distendida y en poco tiempo nos sentimos integrados en el grupo. Sin embargo y sin distraerme de los temas que se debatían, fijé mi atención especialmente en la pareja que tenía casi enfrente pero un sitio a la derecha. Se les notaba algo raro. Sobre todo en el trato que se dispensaban mutuamente, lejano o displicente. Clima que fue creciendo entre ellos a lo largo de la noche. Los demás parecían no darse cuenta, pero hasta sentí un poco de vergüenza ajena ante algunas de sus apreciaciones o referencias del uno hacia el otro. Era evidente que habían dejado de estar enamorados, o de sentirse pareja desde hacía tiempo. Imaginé que o él o ella (o ambos) tendrían sus historias fuera de la pareja. Incluso pensé que ambos lo sabrían, y que lo disimulaban con ese estilo de hipocresía que caracteriza a cierta gente a quienes lo más importante son las apariencias, de estabilidad, de pareja, de familia, porque lo otro no es de gente educada, de personas con cierto nivel. Me dieron un poco de lástima, pero recordé que no eran la única pareja que conocía en esas condiciones, y no necesariamente de esas edades, y además recordé un cuento de Cristina Peri Rossi, una buena autora con grandes dosis de ironía en sus novelas, poesía y relatos, y concluí la noche pensando que los amigos de nuestros amigos habían perdido "El punto final" y lo buscaban desesperadamente.

Cuando nos conocimos, ella me dijo: "Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes". Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espació eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él.

Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? -me pregunta ella, indignada-. ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido» Busco en los armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿ El gato se lo habrá comido?
Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca, estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación, donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para vengarme de ella. "No debí confiar en ti -se reprocha. Debí imaginar que me traicionarías."
Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.
Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.
Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar, extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.

Cristina Peri Rossi, 1983


Nocturnas calles de locura: Charles Bukowsky

Volvemos a un autor polémico, no ya por la polémica que suscitó desde que comenzara a escribir allá por el cincuenta y pico y fuera reconocido como un grande de la literatura por los setenta y pico (algunos clásicos al uso todavía lo denostan aún estando muerto) sino porque el primer escrito que puse en estas páginas también a mi me provocó seis o siete respuestas contradictorias, (casi mitad y mitad) unos porque recién lo descubrían o hacía mucho que no leían algo de él. Otros, porque no ven en él calidad y contenido en su escritura y sólo se fijan en el continente, en la posible blasfemia. Sin darse cuenta de que en USA ese mundo también existe, y existe en Barcelona, y en Madrid y en Milán...

Por otra parte quisiera aclarar que la sintaxis que transmito es el fiel reflejo del autor. Yo no agrego ni quito nada. Sus puntuaciones intentan (según el autor) reflejar los "tempos" de su pensamiento y yo lo transcribo tal cual. Todos aquellos que lo hayan leído lo saben. Estén o no de acuerdo hay lo que hay y me parece nimia esa polémica ante la fuerza de su prosa.

¡Ahh, me olvidaba! Pero supongo que os habreis dado cuenta de que estoy hablando de Charles Bukowsky, También debería nombrar a otros críticos que seguro no querrán ni leerlo después de los comentarios "modosos" recibidos, pero ya habrá otros que os gusten y puedan "dejar leer" a sus allegados.



el chico y yo éramos los últimos de una juerga en mi casa y estábamos aún sentados cuando alguien, fuera, empezó a tocar la bocina de un coche, fuerte FUERTE FUERTE, oh canta fuerte, pero luego todo es como hachazos en la cabeza, de todos modos. el mundo no hay quién lo arregle, así que simplemente seguí allí sentado con mi copa, fumando un puro y sin pensar en nada; se habían ido los poetas, los poetas y sus damas se habían ido, y el ambiente resultaba bastante agradable, a pesar de aquella bocina. en comparación. los poetas se habían acusado mutuamente de diversas traiciones: de escribir mal, de fallos y cada uno de ellos proclamaba así merecer más aplausos, escribir mejor que Fulano y Mengano y Zutano. les dije a todos que lo que necesitaban era pasarse dos años en una mina de carbón o una central siderúrgica, pero siguieron discurseando, aquellos melindrosos, bárbaros, apestosos, y, la mayoría, podridos escritores. ya se habían ido. el puro era bueno. el chico seguía allí sentado. yo acaba de escribir un prólogo para su segundo libro de poemas. ¿o era el primero? no lo sé muy bien.
oye dijo el chaval-, hay que salir a decirle a ese tío que se calle, que se meta la bocina en el culo.
el chico no escribía mal, y sabía reírse de sí mismo, lo cual es, a veces, signo de grandeza, o al menos signo de que tienes cierta posibilidad de acabar siendo algo más que un cerote literario disecado. el mundo estaba lleno de cerotes literarios disecados que no paraban de contar que se habían encontrado a Pound en Espoleto o a Edmund Wilson en Boston, o a Dalí en ropa interior, o a Lowell en su jardín; allí sentados con sus pequeños albornoces, te lo contaban una y otra vez para que te enteraras, y AHORA tú estabas hablando con ELLOS, ay, te das cuenta. «. la última vez que vi a Burroughs...» «Jimmy Baidwin, Dios, qué borracho estaba, tuvimos que ayudarle a salir al escenario y apoyarle en el micro.. - »
-tenemos que salir ahí fuera y decirle que se meta esa bocina en el culo decía el chico, influido por el mito Bukowski (en realidad yo soy un cobarde), y el rollo Hemingway, y Humphrey B. y Eliot con sus calzones enrolladitos... en fin. di una chupada al puro. la bocina seguía. ALTO CANTA EL CUCO.
-la bocina no está mal. no salgas a la calle después de llevar cinco o seis u ocho o diez horas bebiendo. tienen jaulas preparadas para la gente como nosotros. no creo que pueda soportar otra jaula, otra de esas malditas jaulas. ya me construyo yo solo bastantes.
-voy a salir a decirles que se la metan en el culo dijo el chico.
el chico estaba influido por el superhombre, Hombre y Superhombre. él quería hombres inmensos, duros y criminales, uno noventa, ciento veinte kilos, que escribiesen poesía inmortal. pero por desgracia los fortachones eran todos subnormales y eran los mariquitas elegantes de pulidas uñas los que escribían los poemas de los tipos duros. el único que se ajustaba al modelo de héroe del muchacho era el gran John Thomas, y el gran John Thomas siempre actuaba como si el muchacho no estuviese allí. el chico era judío y el gran John Thomas tenía conexiones con Adolfo. me gustaban los dos y a mi no suele gustarme la gente.
escucha -dijo el chico, yo voy a salir a decirles que se metan la bocina por el culo.
ay Dios. el chico era grande pero un poco por la vertiente gorda, no se había debido perder muchas comidas, pero era flojo por dentro, bueno por dentro, asustado y preocupado y un poco loco, como todos nosotros, ninguno había triunfado, en realidad, y yo dije, «chaval, olvida la bocina. me parece que no la toca un hombre. parece una mujer. los hombres paran y lanzan bocinazos, lanzan amenazas musicales. las mujeres simplemente se apoyan en la bocina. el sonido total, una gran neurosis femenina.»
¡joder! dijo el chico. corrió hacia la puerta.
¿qué importa esto? pensé. ¿qué más da? la gente sigue haciendo cosas que no cuentan. cuando haces una cosa, todo debe estar ordenado matemáticamente. eso fue lo que aprendió Hemingway en las corridas de toros y lo aplicó en su obra. eso es lo que yo aprendo en las carreras de caballos y lo aplico a mi vida. los buenos de Hem y Buk.
-qué hay, Hem, soy Buk.
eh, Buk, que alegría oírte.
es que me gustaría acercarme a tomar una copa.
-oh, me encantaría. muchacho, pero sabes, bueno, en realidad me voy ahora mismo de la ciudad.
-pero, ¿por qué te vas, Ernie?
-tú has leído los libros. dicen que estaba loco, que imaginaba cosas. entrando y saliendo del manicomio. dicen que imaginaba que tenía el teléfono controlado, que imaginaba que tenía la silla pegada al culo, que me seguían y me vigilaban. sabes, yo no fui en realidad político, pero siempre jodí con la izquierda, la guerra española, todo ese rollo.
-sí, la mayoría de vosotros los literatos os inclináis a la izquierda. parece romántico, pero puede resultar una trampa infernal.
-lo sé. pero en fin, yo tenía aquella terrible resaca y sabía que había dado un patinazo, y cuando creyeron en EL VIEJO Y EL MAR supe que el mundo estaba podrido.
-lo sé. volviste a tu primer estilo, pero no era real.
-yo sé que no era real. y conseguí el PREMIO. y que me siguieran y me vigilaran. la vejez cayó sobre mi. bebiendo allí sentado como un vejestorio, contando historias rancias a quien quisiese escucharlas. ¿que iba a hacer sino pegarme un tiro?
-bueno, Ernie, ya te veré.
de acuerdo, sé que lo harás, Buk.
colgó. y cómo.
salí fuera a ver lo que hacía el chico.
era una vieja en un coche del 69. seguía tumbada en la bocina. ni piernas, ni pecho, ni cerebro. sólo un coche del 69 y rabia, rabia, inmensa y total. un coche bloqueaba la entrada de su casa. tenía casa propia. yo vivía en uno de los últimos patios cochambrosos de DeLongpre. algún día el propietario lo vendería por una gran suma y yo sería bulldozeado. terrible. daba fiestas que duraban hasta que salía el sol, escribía a máquina día y noche. en el patio de al lado vivía un loco. todo era agradable. una manzana al norte y diez al Oeste podía caminar por una acera que tenía huellas de ESTRELLAS. no sé lo que los nombres significan. no voy al cine. no tengo televisor. tiré por la ventana el aparato de radio cuando dejó de funcionar. borracho. yo, no el aparato. en una de mis ventanas hay un gran agujero. olvidé que tenía, cristales. tuve que sacar la radio de allí y abrir la ventana para tirarla. después, borracho y descalzo, mi pie (izquierdo) recogió todos los cristales, y el médico, mientras me lo abría sin ponerme siquiera anestesia, mientras buscaba los malditos cristales, me preguntó:
oiga, ¿anda usted siempre por ahí sin saber lo que hace? casi siempre, nene.
entonces me dio un gran corte que no era necesario.
me agarré a la mesa y dije:
-sí, Doctor.
entonces se puso más amable. ¿por qué han de estar los médicos por encima de mí? no lo entiendo. el viejo cuento del hechicero.
así pues, estaba en la calle, Charles Bukowski, amigo de Hemingway, Ernie, que nunca ha leído MUERTE EN LA TARDE. ¿dónde consigo un ejemplar?
el chico dijo a la chiflada del coche, que sólo exigía respeto y estúpidos derechos de propiedad:
-retiraremos el coche, lo sacaremos de ahí enmedio.
el chico hablaba también por mí. ahora que le había escrito su prólogo, le pertenecía.
-mira, muchacho, no hay sitio al que empujar el coche. y en realidad me importa un pito, yo voy a echar un trago. empezaba a llover. tengo la piel delicadísima, igual que los caimanes, y el alma a juego. me fui, mierda, ya estaba harto de guerras.
me fui y luego, cuando estaba a punto de llegar al agujero del patio de delante, oí gritos. me volví. y había lo siguiente: un chico delgado, de camiseta blanca que le gritaba descompuesto al poeta judío gordo cuyos poemas acababa de prologar. ¿qué tenía que ver con el asunto el de la camiseta blanca? el camisetablanca empujaba a mi poeta semiinmortal. con fuerza. la loca seguía tumbada en la bocina.
Bukowski, ¿deberías probar otra vez tu gancho de izquierda? te balanceas como la puerta de un granero viejo y sólo ganas una pelea de cada diez. ¿cuál fue la última pelea que ganaste? deberías usar bragas.
bueno, demonios, con un historial como el tuyo, una paliza más no será ninguna vergüenza. empecé a avanzar para ayudar a aquel chaval judío y poeta, pero vi que tenía acogotado al camisetablanca. y entonces, del lujoso edificio de veinte millones de dólares que había junto a mi agujero cochambroso, salió una joven corriendo. vi cómo se balanceaban las mejillas de su trasero a la falsa luz lunar de Hollywood. nena, podría enseñarte algo que nunca, jamás olvidarías:
casi nueve sólidos centímetros de palpitante polla, ay dios santo, pero ella no me dio oportunidad, corrió meneando el culo hasta su pequeño Fiaria del 68 o como se llame, y entró, lindo chochito muriéndose por mi alma poética, entró, puso en marcha el chisme, lo sacó de allí enmedio, casi me atropella, a mí, a Bukowski, BUKOWSKI, Mnnnn, y se mete en el aparcamiento subterráneo del edificio de veinte millones. ¿por qué no lo había aparcado allí desde el principio?
el chico de la camiseta blanca aún sigue dando vueltas por allí, descompuesto, mi poeta judío ha vuelto a mi lado, allí a la luz lunar de Hollywood, que era como apestosa agua de lavar platos derretida sobre todos nosotros, resulta tan difícil suicidarse, quizás cambie la suerte, hay un PENGUIN a punto de salir, Norse-Bukowski-Lamantia... ¿qué?
ahora, ahora, la mujer tiene sitio para entrar en su casa pero es incapaz de hacerlo. ni siquiera sabe situar adecuadamente el coche. sigue dando hacia atrás y embistiendo a un camión blanco de reparto que hay frente a ella. allá se van las luces de situación al primer golpe. retrocede. acelera. allá va media puerta trasera. marcha atrás. acelerador. allá se van la defensa y la mitad del lado izquierdo, no, del derecho, es el derecho. da igual. el camino queda despejado.
Bukowski-Norseiamantia. libros de bolsillo. menuda suerte tienen los otros dos tíos de que yo esté allí.
de nuevo mierdoso acero que choca con acero. y en medio ella tumbada, sobre la bocina, camisetablanca se bambolea a la luz de la luna, enloquecido.
-¿qué pasa? -pregunté al chico.
-no sé-admitió finalmente.
-serás un buen rabino algún día, pero debes comprender todo esto.
el chico estudia para rabino.
-no lo comprendo -dice.
-necesito un trago y si estuviese aquí John Thomas los mataría a todos, pero yo no soy John Thomas.
estaba a punto de irme, la mujer seguía destrozando el camión blanco de reparto y yo estaba a punto de irme ya cuando un viejo con gafas y un holgado abrigo marrón, un tío realmente viejo, más viejo que yo, y eso es ser viejo, salió y se enfrentó al chico de la camiseta. ¿enfrentó? ¿será ésa la palabra justa?
lo cierto es que, al parecer, el viejo de las gafas y el abrigo marrón sale con aquella gran lata de pintura verde, debía ser por lo menos de un galón o de cinco, y no sé lo que significa esto, he perdido por completo el hilo de la trama o el significado, si es que hubo alguno en principio, y el viejo, digo, tira la pintura al chico de la camiseta blanca que está dando vueltas en círculo por la Avenida DeLongpre. a la luz lunar mierda de pollo de Hollywood, y la pintura no le da de lleno, sólo le alcanza un poco, allí donde acostumbraba a estar el corazón, un golpe de verde sobre el blanco, y sucede deprisa, lo deprisa que suceden las cosas, casi más de lo que ojo o pulsación puedan sumar, y por eso uno recibe versiones tan distintas de cualquier hecho, motín, pelea a puñetazos, de cualquier cosa, ojo y alma no pueden parangonarse con la ACCION animal y frustrante, pero veo al viejo encogerse, caer, creo que el primero fue un empujón, pero sé que el segundo no lo fue. La mujer del coche dejó de embestir y de dar bocinazos y se quedó allí sentada chillando, chillando, un chillido total que significaba lo mismo que habla significado la bocina, ella estaba muerta y liquidada para siempre en un coche del 69 y no podía aceptarlo, estaba enganchada y destrozada, desechada, y algún pequeño sector del interior de su ser aún lo comprendía. (nadie pierde definitivamente su alma, sólo se llevan un noventa y nueve por ciento de ella.)
camisetablanca acertó de lleno al viejo con el segundo golpe. le partió las gafas. le dejó tambaleándose y flotando en su viejo abrigo marrón. al fin, el viejo logró recuperarse y el chico le atizó otro. cayó. le pegó otra vez al ver que intentaba incorporarse, aquel chico de la camiseta blanca estaba pasándolo muy bien.
-¡DIOS MIO! ¿VES LO QUE LE HACE AL VIEJO?
-me dijo el joven poeta.
-sí, sí, es muy curioso dije, deseando un trago, o por lo menos un cigarro.
volví hacia mi casa. cuando vi el coche patrulla aceleré el paso. el chico me siguió.
-¿por qué no volvemos a decirles lo que pasó?
-porque lo único que pasó fue que todos dejaron que la vida les arrastrara a la locura y la estupidez. en esta sociedad sólo hay dos cosas que cuentan: que no te agarren sin dinero y que no te agarren mamado de ningún tipo de cosa.
-pero no debió hacerle aquello al viejo.
-los viejos están para eso.
-pero, ¿y la justicia?
-pero qué es la justicia: el joven azotando al viejo, el vivo azotando al muerto. ¿es que no te das cuenta?
-pero tú dices esas cosas y eres viejo.
-ya lo sé. vamos dentro.
saqué más cerveza y nos sentamos. el rumor de la radio del coche patrulla atravesaba las paredes. dos chavales de veintidós años con revólveres y porras iban a tomar una decisión inmediata basándose en dos mil años de cristiandad estúpida, homosexual y sádica.
no es extraño que se sintiesen a gusto con el uniforme, la mayoría de los policías son empleaduchos de clase media baja a quienes se les da un poco de carne para echar en la sartén y una mujer de culo y piernas medio aceptables, y una casita tranquila en MIERDALANDIA... son capaces de matarte para demostrar que Los Ángeles tenía razón, le llevamos con nosotros, señor, lo siento, señor, pero tenemos que hacerlo, señor.
dos mil años de cristianismo.) y ¿cómo acabamos? radios de coches patrullas intentando mantener en pie mierda podrida, y ¿qué más? toneladas de guerra, pequeñas incursiones aéreas, asaltos en las calles, puñaladas, tantos locos que llegas a olvidarlos, simplemente corren por las calles, con uniformes de policías o sin ellos.
así que entramos y el chico siguió diciendo:
-bueno, ¿por qué no salimos ahí y le explicamos al policía lo que pasó?
-no, chaval, por favor. si estás borracho, eres culpable, pase lo que pase.
-pero si están ahí mismo. salgamos a decírselo.
-no hay nada que decir.
el chico me miró como si fuese un cobarde de mierda. lo era. él sólo había estado en la cárcel unas siete horas por una manifestación de universitarios.
chaval, creo que la noche terminó.
le di una manta para el sofá y se tumbó a dormir. yo cogí dos botellas de cerveza, las abrí, las coloqué a la cabecera de mi gran cama alquilada, eché un gran trago, me estiré, esperé mi muerte como debió hacer Cummings, Jeffers, el basurero, el repartidor de periódicos, el corredor de apuestas...
terminé las cervezas.
el chaval se despertó hacia las nueve y media. no puedo entender a los madrugadores. Micheline era otro madrugador. de esos que se lanzan por ahí a tocar timbres, a despertar a todo el mundo. estaban nerviosos, intentaban derribar las paredes. siempre pensé que los que se levantan antes del mediodía son
tontos de remate. lo mejor era lo de Norse: andar siempre con bata de seda y pijama por casa y dejar que el mundo siga su camino.
dejé al chico en la puerta y allá se fue al mundo. la pintura verde estaba seca en la calle. el azulejo de Maeterlinck estaba muerto, Hirsohman estaba sentado en una habitación oscura sangrando por la ventanilla derecha de la nariz.
y yo había escrito otro PROLOGO a otro libro de poesía de alguien. ¿cuántos más?
-hola Bukowski, tengo este libro de poemas. pensé que podrías leer los poemas y decir algo.
-¿decir algo? pero hombre, si a mi no me gusta la poesía.
-da igual. sólo di algo.
el chico se había ido. yo tenía que cagar. el water estaba atascado. el casero se había ido fuera tres días. saqué la mierda y la metí en una bolsa de papel marrón. luego salí y caminé con la bolsa de papel como el que va al trabajo con el almuerzo. luego, cuando llegué al solar vacío, tiré la bolsa. tres prólogos tres bolsas de mierda. nadie comprendería jamás lo que sufría Bukowsky.
volví hacia casa, soñando con mujeres en posición supina y fama perdurable. lo primero resultaba más agradable. y me estaba quedando sin bolsas marrones. quiero decir, sin bolsas de papel. las diez, el correo. una carta de Beiles, está en Grecia. decía que allí también llovía.
bueno, en fin, dentro y solo de nuevo, y la locura de la noche la locura del día. me eché en la cama, en posición supina mirando fijo hacia arriba y oyendo la lluvia mamona.

Charles Bukowsky

Anunciaciones: Juan Gelman

en las terrazas del deseo se posan
todos los pajaritos del ser/los han visto volar
por chozas y cachilas/ por las ventanas de mi casa/
por la amargura que ahoga/
por la tarde que no piensa dormir y ataca
a los críos/ angelitos que pasan
como si no sangraran las estatuas de ayer/
como si las orquestas no soplaran
unas cuantas nubes para que la niña de cuerpo bien asentado/
bien hecho/bien trajeado/invasor/
en las rodillas se me siente y pregunte por qué/
como si nadie preguntara por qué/
como si nadie se asomara a los nuncas de Dios/
como si nadie destrozara mi infancia/
los perros cosen costuritas del cariño insistido/
¿qué caballo trajiste, castellano?/
¿das alaridos por montes y por valles?/ ¿tenéis islas desiertas
como niños al sol?/ los vivos,
¿dónde se reunirán?/

El Eclipse: Augusto Monterroso

Cuando fray Bartolomé Artazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de Los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más intimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad Maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.