El día en que cumplió cuarenta años, la señorita Ernestina decidió deshacerse de todos sus recuerdos.
Era esta, desde luego, una decisión dolorosa, y tanto más incomprensible -a primera vista- cuanto que, hasta entonces, la señorita Ernestina había prodigado a sus recuerdos un cariño y atención sin igual: no sólo había ido acumulando, con los años, un número extraordinario de ellos, sino que los conservaba, además, en impecable estado; pero precisamente por eso, se le habían vuelto una carga demasiado pesada.
Sólo quien tiene una buena colección de recuerdos sabe el trabajo, el tiempo y los desvelos que su mantenimiento requiere. Para empezar, hay que vigilar constantemente su buen orden; pues uno evoca un recuerdo cualquiera y son, por lo menos, cuatro o cinco los que emergen, prendidos al primero por nexos insospechados; y si uno se descuida, dejándose llevar por los tentadores senderos del pasado, serán no cinco o seis, sino hasta veinte o treinta los que salgan de sus escondrijos por sorpresa, recuerdos olvidados uniéndose al cortejo. Es necesario devolverlos luego, con todo cuidado, a sus fechas respectivas, a fin de volver a encontrarlos fácilmente la próxima vez que uno quiera revivirlos. Eso por no hablar de los cuidados sin fin que su conservación exige: quitar cada día el polvo, hacer limpieza a fondo los sábados, y renovar regularmente las bolas de naftalina; de lo contrario, se corre el consabido riesgo -la señorita Ernestina, tan cuidadosa, se enfermaba sólo de pensarlo- de que al ir a buscar un recuerdo un poco antiguo, digamos de la primera infancia, lo encuentre uno mohoso, apolillado, todo descolorido o, lo que es peor, roído hasta la médula por los ratones del olvido.
Mencionemos por último la cuestión del espacio. La capacidad de la memoria es limitada, y la de la señorita Ernestina estaba rebosando. Además de los recuerdos propios -y no eran pocos-, tenía un sinfín de ajenos: recuerdos de familia que le legó su madre, por ejemplo, u otros que le prestaron y cuyo desmemoriado propietario había olvidado reclamarle. La cosa llegaba hasta tal punto, que en los últimos tiempos la señorita Ernestina los iba perdiendo por la calle.
-Perdone, señorita -la interpelaba al darle alcance un caballero galante y sudoroso-. ¿No será suyo este Primer Beso a la Luz de la Luna que acabo
de encontrarme por el suelo? Por poco lo piso, y la verdad, hubiera sido una lástima... -Se lo mostraba delicadamente en la palma de la mano, y la señorita Ernestina, reconociéndolo, daba las gracias confusa y se lo metía en el bolso.
Pero no eran, en definitiva, esos incidentes menores los que habían determinado la irrevocable decisión de la señorita Ernestina; ni tampoco trataba, con ella, de ahorrarse trabajo; no la movían, en fin, consideraciones de orden práctico, sino algo más profundo: le dolían sus recuerdos. Saboreándolos, como caramelos, los gastaba; y a la vez, se hacían más bellos: pues es bien sabido que están hechos de una materia indefinible, frágil y brillante como alas de mariposa, que el tiempo y el uso van tornando irisada y sutil, casi translúcida, vaga y dramática al igual que los sueños; y con los años, comienzan traicioneramente a rezumar nostalgia, hasta volverse amargos. Los placeres de la memoria se envenenan: cuando pretendía, con ternura, acariciar sus recuerdos preferidos, la señorita Ernestina se encontraba con un dolor punzante como el mordisco de un gato.
La señorita Ernestina tenía un amigo novelista; su primera idea fue cederle en bloque todos sus recuerdos, para que, aplicando las venerables recetas de la alquimia poética, los mezclase -invocando a las Musas- con claros de luna y amargos vocativos, sueños robados e ilusiones perdidas; y añadiendo luego un mechón de pelo blanco de Madame Arnoux, migajas de cierta famosa madalena y otras sagradas reliquias, los convirtiese en libros. Mas acabó por descartar tal solución, pues le repugnaba la idea de poner sus recuerdos, aun así transformados, en millares de manos anónimas y ajenas, y condenarlos a repetirse eternamente, sin final ni reposo, al capricho de lectores desatentos. Casi era preferible arrojarlos al mar, y dejar que una niña, un día, encontrase, acurrucados en una caracola, los recuerdos de otra niña ya en la tumba. (La señorita Ernestina imaginó también, por un momento, el susto que se llevaría una pescadera cuando al abrir un besugo en el año dos mil hallase en su interior el recuerdo grandioso, deslumbrante y sonoro de una noche en la Opera.)
Repartir sus recuerdos entre los pobres, como sin duda le habría aconsejado su pía bisabuela, le parecía tan ostentoso como donarlos a un archivo o a un museo; sin contar con que los pobres, ya se sabe, son en extremo susceptibles, y el regalo de recuerdos usados podría ofenderles. Así que finalmente, y a falta de mejor solución, la señorita Ernestina optó por poner a la venta sus recuerdos.
Redactó pues el siguiente anuncio, que hizo insertar en el periódico local:
"SE VENDEN DIEZ MIL RECUERDOS EN BUEN ESTADO. Al por mayor o al detalle. Precios razonables. Curiosos abstenerse."
Y se sentó junto al teléfono en espera de eventuales compradores. El primero en llamar fue un jeque árabe. Estaba muy interesado, según dijo, en adquirir recuerdos invernales, ya que sólo durante un reciente viaje a Suiza -a fin de concluir un importante negocio de trueque de camellos por relojes de cucú, precisó- había descubierto los encantos del invierno. La señorita Ernestina respondió que tendría algunos.
-¿Con nieve? -preguntó el jeque, esperanzado.
-Bueno -empezó la señorita Ernestina, que era muy servicial-, nieve, lo que se dice nieve..., en mi ciudad no nieva, pero si se conforma con granizo...
-¡Ni hablar! -exclamó el jeque, con voz de hombre importante-. He dicho nieve, ¡nada de imitaciones! ¡Y además quiero auroras boreales, esquimales, ventiscas, iglúes, icebergs y trineos tirados por pingüimos!
-Será por renos -corrigió educadamente la señorita Ernestina; pero en ese preciso instante, novecientos treinta y cinco relojes de cucú comenzaron simultáneamente a dar las once (hora de Kuwait). Una terrible maldición islámica fue lo último que oyó. El jeque había colgado.
Poco tiempo después telefoneó una dama muy afable, que comenzó preguntando si tendría recuerdos literarios. La señorita Ernestina, llena de buena voluntad, tomó carretilla y se lanzó a declamar:
-¡Con diez cañones por Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...! No, me parece que no era exactamente eso -añadió en voz más baja. La dama, con mucho tacto, aprovechó ese momento de vacilación para continuar:
-No, verá, señorita, lo que sucede es que estoy escribiendo la biografía novelada de una princesa rusa de principios de siglo y me hacen falta recuerdos, cómo le diría yo, pues eso, novelescos. Bueno, pues he visto su anuncio en el periódico y me he dicho, digo, Carmelina, a lo mejor este caballero, o esta señorita, te podrían ayudar. Yo no le podría pagar mucho, la verdad, y claro está que si por casualidad fuese usted una princesa rusa, no vendería sus recuerdos por cuatro pesetas. Pero mire, la cosa está en que yo me conformaría con recuerdos, digamos, de Hamburgo o de Estrasburgo, si no los tiene de San Petersburgo, porque, claro, usted en San Petersburgo no habrá estado nunca, pero mire, si a eso vamos, yo tampoco, pero el lector medio mucho menos, no sé si me entiende, y mientras suene exótico... En fin, que usted me vende los recuerdos que tenga de duelos, collares de esmeraldas, lobos esteparios, amores imposibles, suicidios con daga, adulterios..., me haría un buen precio, ¿verdad?, siendo de segunda mano..., bueno, a lo que iba: yo entonces cambio todos los nombres para que suenen a ruso, si es Martínez, Martinoff, si es García, Garciovsky, y así (licencia poética, le llamamos a eso en nuestra jerga); pongo aquí y allá un grupo de campesinos bailando la balalaica, una horda de bolcheviques feroces con la hoz y el martillo al cinto, y vamos, que me queda bordado. ¿Qué le parece? La señorita Ernestina dudó un rato.
-¿Amores imposibles dice usted que le sirven?
-preguntó por fin-. Porque de eso... -añadió en un murmullo-, de eso alguno tengo.
-Si es con duques o marquesas, desde luego -respondió la dama con firmeza.
-Ah, no -replicó la señorita Ernestina-. Sólo puedo ofrecerle, si usted no la ha leído, mi recuerdo de «El rojo y el negro».
-Rojos, por supuesto -respondió su interlocutora, con evidente suspicacia-, pero ¿me quiere usted decir qué pinta un negro en San Petersburgo en 1910?
-Dejémoslo -propuso la señorita Ernestina, algo desanimada.
Telefonearon o escribieron aún varias personas más: el inevitable representante del «Guinness Book of Records»; la directora de un orfelinato de provincias que deseaha adquirir varios lotes de recuerdos de infancia felices con vistas a obtener una subvención del Ministerio; un condenado a cadena perpetua que pedía recuerdos eróticos para entretener la vaciedad de sus noches -pero había que mandárselos disimulados en el relleno de un pastel de chocolate o en el doble fondo de una caja de galletas-; y un ciego de nacimiento, deseoso de comprar recuerdos de colores, especialmente el lila, del que le habían hablado tan bien. A éste, por lo menos, Ernestina pudo enviarle por correo el recuerdo de la
espléndida buganvilla que ornaba la fachada de casa de su bisabuela. Pero pasaban los días, y el grueso de su memoria seguía intacto y sin comprador.
«Qué lástima de recuerdos», meditaba una tarde la señorita Ernestina, tristemente. «Yo me había encariñado con ellos y bien veo que no valen nada... Si antes pretendía venderlos, ahora estaría dispuesta a regalarlos; y si ni regalados los quiere nadie, los quemaré, o los enterraré bien hondo, y yo con ellos.»
En ese preciso instante llamaron a la puerta. Era el trapero del barrio. Olía a vinagre y a conejo.
-¿E' aquí 'onde venden recuerdo'? -preguntó sin más preámbulo.
-Sí, aquí es -respondió ella algo desconcertada.
El trapero, que ya se había metido en la sala, les echó un vistazo y propuso rápidamente:
-Ze lo' compro a peso.
-No, no hace falta -respondió la señorita Ernestina, con fatiga-. Ya no los quiero para nada y me hará un favor si se los lleva. Sin perder el tiempo en comentarios, el ropavejero comenzó a recoger recuerdos a puñados, y algunos sueños e ilusiones que había también en el montón, y los fue metiendo hechos un revoltijo en el saco que llevaba.
-Pero, dígame -inquirió tímidamente la señorita Ernestina-, ¿qué hará con ellos?
-Pué verá -contestó el hombre, sin dejar la faena-, tengo un cliente amnézico que zeguramente me comprará tó' er lote, zi ze lo dejo baratito. -La señorita Ernestina guardaba silencio, admirada por tanto sentido práctico-. Y zi no -concluyó él-, pué' pá' quemá' en la e'tufa o pá' relleno de corchone'. Y tras recoger los últimos recuerdos desparramados por el suelo -entre los que la señorita Ernestina tuvo tiempo de reconocer el del entierro de su padre y el de un osito de peluche que tuvo de pequeña y al que quería con locura-, el atareado trapero se fue como había venido.
Los meses siguientes, la vida de la señorita Ernestina fue apacible, si no feliz. Dormía a pierna suelta y sin sueños; comía con apetito, y nunca se distraía de lo que estaba haciendo ni se equivocaba de parada de autobús, como antes le sucedía con frecuencia. Por los documentos que había conservado, sabía su nombre, domicilio, fecha de nacimiento y número de cartilla del seguro; nadie le pedía que supiera algo más. En sus ratos libres, miraba arrobada la televisión. Pagaba religiosamente sus impuestos, y creía a pies juntillas las noticias de los periódicos y los discursos de las autoridades. Era, en suma, la ciudadana modelo.
Pero un día sucedió algo extraño. Iba por la calle, atenta a los semáforos y dócil a las indicaciones de los guardias, cuando oyó a alguien gritar: « ¡Armando!», y tuvo un terrible sobresalto. Como una iluminación, una voz interior le dijo que Armando era el nombre de su primer amor; pero no le dijo más. En vano buscó ella, detenida y como fulminada en medio de la acera, la historia de aquel amor perdido en su vacía memoria; no halló sino vagos fragmentos: el eco de una ciudad -París, tal vez- y un ramo de gladiolos de color impreciso.
Desesperada, pues acababa de descubrir que la pérdida de un recuerdo querido duele más que todos los recuerdos juntos, la señorita Ernestina se precipitó a su casa y escribió un nuevo anuncio:
«EXTRAVIADO PRIMER AMOR. Muy cariñoso. Responde al nombre de Armando. Signos distintivos: París y gladiolos. Se gratificará espléndidamente a quien lo devuelva sano y salvo a su desconsolada propietaria.»
Esta vez, sin embargo, no tuvo la paciencia de aguardar junto al teléfono. Como también había olvidado la visita del ropavejero, no tenía idea de qué podía haberse hecho de aquel precioso recuerdo, y creyó haberlo perdido esa misma mañana. Volvió, pues, a la calle fatídica, y a gatas por el suelo, comenzó a recorrer los adoquines palmo a palmo.
Al verla rebuscar con tanto ahínco, varios transeúntes se le acercaron solícitos. Los hombres creían que había perdido el reloj o un billete de mil; las mujeres, que se le había roto el collar de perlas buenas; y los niños tiraban del brazo de sus madres para que les dejasen ayudar a la señora a encontrar la canica o la largartija que seguramente andaba buscando. A todos los apartaba con nerviosismo la señorita Ernestina:
-Hagan el favor de no pisar -les decía, irritada-. ¿No ven que estoy buscando un recuerdo, y que podrían aplastarlo?
Entonces, los niños preguntaban: «Mamá, ¿qué es un recuerdo?», y los adultos seguían su camino con ofendida dignidad, disgustados de haber perdido el tiempo.
Por fin, un viejecito que la había estado observando en silencio se le acercó para decirle:
-Debería usted alegrarse, señorita. Créame que la envidio. Usted podrá disfrutar del presente, construir un futuro; no como yo, que atrapado por innumerables recuerdos, vivo con la vista vuelta atrás e inmóvil.
La señorita Ernestina levantó la cabeza:
¡Cómo que debería alegrarme! -replicó, dolida-. ¡Es el recuerdo de mi primer amor lo que he perdido! ¿Se da cuenta?
El anciano movió la cabeza compasivamente.
-¿Ha probado en el Ayuntamiento? -sugirió, tras un breve silencio.
-¿En el Ayuntamiento? -repitió la señorita Ernestina.
-Sí -dijo el anciano-. En la Oficina de Recuerdos Perdidos podría ser que lo tuvieran.
La señorita Ernestina dio las gracias y corrió al Ayuntamiento. Allí la atendió una señora muy amable.
-Verá -comenzó la señorita Ernestina, sofocada aún por la carrera-, no tiene pérdida: es el recuerdo de un primer amor llamado Armando, con gladiolos rojos, o tal vez blancos o amarillos, y atardeceres en París; por lo que más quiera, dígame:¿lo han encontrado?
La funcionaria la contempló en silencio, con una mirada que a la señorita Ernestina, sin saber por qué, le pareció triste, y la invitó a seguirla. Atravesaron varios corredores tenebrosos en cuyas paredes se alineaban, sobre estanterías, recuerdos polvorientos clasificados por orden alfabético. En la sección de la A, y a medida que avanzaban, la señorita Ernestina pudo distinguir recuerdos de abnegación y de abanicos, de acrobacias, achaques y achuchones, de adulterios y alpiste, de Antípodas y arañas, de arenques y arzobispos... Atravesaron varias secciones más, hasta llegar a la P.
-Sección de Primeros Amores Sin Dueño -anunció su guía, con amplio y fatigado gesto-. Usted misma. Y, dando media vuelta, se marchó.
Hace de esto diez o doce años. La señorita Ernestina lleva examinados alrededor de siete mil recuerdos, lo que representa apenas una décima parte del total. A veces, en un arrebato de desesperanzada furia, lo tira todo por el suelo, y se pone a llamar a voces a su Armando, o a oler el aire, porque está segura de poder reconocer su olor entre millares; pero sólo huele a polvo, y sólo el silencio le contesta.